Con ilustraciones sobre dibujos de F. O. C. Darley.
Traducción de David Guerra.
Cierta fría Nochebuena,
cuando en casa ya dormían
los niños y a los ratones
y gatos roncar se oían,
habiendo los calcetines
colgado con gran esmero
sobre la estufa, a la espera
del mágico juguetero,
soñando, acurrucaditos
debajo de la frazada,
los niños con una fuente
de ciruela azucarada,
mamá envuelta en largo paño,
yo en mi gorrita de lana,
dispuestos a echar un sueño
bien largo hasta la mañana...
bostezaba aletargado,
cuando, de pronto, un estruendo
proveniente del jardín,
sin duda un ruido tremendo,
me obligó a salir del lecho
y asomarme a la ventana,
que abrí de golpe, ¿y qué vieron
mis ojos? Pues la sabana,
cubierta toda de nieve,
como el sol resplandecía,
la acariciaban los rayos
de una luna que reía.
Y, envuelto en aquella luz,
vi un trineo diminuto
tirado por ocho renos
de blanco pelaje hirsuto.
Llevaba sus riendas, pues,
un anciano regordete
que me miraba entretanto
sonreía muy zoquete.
Supe al instante que aquél
ancianito tan vivaz
que me miraba riendo
era el buen San Nicolás.
Velozmente había llegado
hasta mí, silbando, haciendo
restallar al viento el látigo,
exclamando y sonriendo:
«¡Danzarín y Bailarina,
corred! ¡Más veloz, Cupido!
¡Saeta, Diablillo, pronto!
¡Cometa, ya os he advertido!
¡Corred, corred, porque el tiempo
más raudo que el viento es!
¡Saltad y muy pronto a otros
iremos a ver después!»
Cual hojas secas llevadas
por un viento huracanado
saltaron los renos. Pronto
alcanzaron el tejado
llevando el trineo, al viejo
y su saco de juguetes
consigo. Allí sacudieron
sus cuernos y cascabeles.
Miré arriba. En lo alto pronto
nuestro buen San Nicolás
desapareció, y entonces...
me di media vuelta... y ¡zas!
Le vi brincar de la estufa.
En efecto, había entrado
en mi casa. ¡Qué alegría!
También me sentí azorado.
Vestía de piel de zorro
de los pies a la cabeza,
y estaba todo manchado
de hollín. Se acercó a la mesa.
En sus espaldas cargaba
con un fardo de juguetes
que abrió en la mesa, sacando
catorce o quince paquetes.
¡Cómo brillaban sus ojos!
¡Qué hermosa barba tenía!
¡Cuán graciosos sus hoyuelos,
y su nariz, que crujía!
¡Cuán sincera su sonrisa,
qué hermosamente trazada
en su rostro envuelto en nubes
de blanca y grave nevada,
en hondísimos boscajes
de nívea y suave pelambre!
Se notaba, por su panza,
que jamás pasaba hambre.
Quizá por eso reía
sin cesar, mientras fumaba
de una pipa que de aquella
sonrisa hermosa colgaba.
Entorno de su cabeza,
la humareda que envolvía
su silueta con las brasas
del hogar resplandecía.
Reía y reía al tiempo
que su panza se agitaba
y mientras más se agitaba
su panza, más se alegraba.
De repente, guiñó un ojo,
como diciendo: «Pequeño,
no temas. Tal cual sospechas,
soy el duende navideño».
Enseguida se entregó
a su bendita tarea
de llenar los calcetines
de juguetes y grageas.
No decía una palabra
mientras colmaba las medias.
En un rincón de la mesa
dejó unas enciclopedias.
Después me miró, llevando
un índice a su nariz.
Saltó a la estufa, y soltando
otro alarido feliz
subió por la chimenea.
Ya en el tejado, saltó
al trineo, dio un silbido,
y éste al punto se elevó
por los cielos, arrastrado
por los renos voladores
que volaron más ligeros
que estorninos y que azores.
Y entretanto se alejaba,
le oí exclamar: «¡Celebrad,
hijos míos, Nochebuena!
¡Y muy feliz Navidad!»
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