Cuento de Cupido y Psique, de Lucio Apuleyo, con ilustraciones del Maestro del Troquel y Agostino dei Musi (c. 1532). Versión castellana hecha a fines del siglo XV por Diego López de Cortegana, Arcediano de Sevilla. Publicado en Madrid por Librería de la viuda de Hernando y C.ª, 1890. Adaptación al español moderno de David Guerra. Capítulos I al III.
HABÍA en una ciudad un rey y una reina que tenían tres hijas: las dos mayores eran muy hermosas y bien compuestas; pero de la más pequeña era tanta la belleza, que no bastan palabras humanas para poderlo decir. Muchos de otros reinos y ciudades, oyendo la fama de su prodigiosa beldad, venían a verla, y luego, poniendo las manos en la boca y los dedos extendidos, la honraban, así como a la diosa Venus, con sus religiosas adoraciones.
Se decía por todas las ciudades y tierras cercanas que ésta era la diosa Venus, que por influjo de las estrellas del cielo había nacido otra vez, no en la mar, sino en la tierra, próxima a todas las gentes, adornada de la flor de la virginidad. De esta manera su fama crecía más cada día, y de muchas partes venían por mar y tierra a ver este glorioso espectáculo que había nacido en el mundo. Ya nadie quería ir a ver a la diosa Venus ni a la ciudad de Pafo, ni a la isla de Gnido, ni al monte Citerón, donde solían ofrendarle sacrificios. Sus templos eran destruidos, sus ceremonias menospreciadas, desnudas de honra aparecían sus estatuas. Todo el mundo a esta doncella suplicaba, y siendo humana la tenían por tan gran diosa; y cuando de mañana se levantaban, todos le ofrendaban manjares y otros presentes; cuando iba por la calle, todo el pueblo, con flores y guirnaldas de rosas, le suplicaba y adoraba.
Las honras que se prodigaban a esta doncella inflamaron la ira de la propia diosa Venus, que, riñendo para sí, dijo:
—Yo, que soy madre de todas las cosas creadas; yo, que soy principio y nacimiento de los elementos; yo, que soy Venus poderosa, ¿he de sufrir que se dé la honra debida a mi majestad a una moza mortal, y que mi nombre, puesto en el cielo, se haya de profanar en la tierra, y que en todas partes duden de si me han de sacrificar y adorar a mí o a esta doncella, y que tenga tal belleza que piensen que soy yo? ¡Yo, a quien juzgó aquel pastor prefiriéndome a las demás diosas con la aprobación de Júpiter! Mas yo haré que ésta que mi honra ha robado se arrepienta de ello y de su hermosura.
Luego llamó a su hijo Cupido, cuya cólera encendió con sus palabras, y llevándole a aquella ciudad donde vivía esta doncella, que se llamaba Psique, se la mostró, enumerando con mucho enojo y casi llorando todos los azares que le había provocado su belleza, a la suya tan semejante, y hablándole de esta manera:
—¡Oh hijo, yo te ruego por el amor que me tienes y por las dulces llagas que provocan tus saetas y por los sabrosos fuegos de tus amores, que des cumplida venganza a tu madre contra la hermosura rebelde y contumaz de esta mujer; y sobre todo te ruego que esta doncella se enamore, con el más ardiente amor, del más bajo y vil hombre que en todo el mundo se halle!
Después que Venus hubo dicho esto, besó y abrazó a su hijo, y se fue a la ribera de un río que había cerca, de cuyas ondas el rocío holló con sus hermosos pies, y de allí se fue a la mar, a donde todas las ninfas acudieron para servirla.
A sus pies vinieron las hijas de Nereo cantando, y el dios Neptuno con su áspera barba de agua marina y con su mujer Salicia, y Palemón, que cabalga y conduce los delfines, y los tritones, saltando de ola en ola: unos tocando trompetas; otros trayendo un palio de seda, para que el sol no la abrasase; otros transportando el espejo de la diosa. De esta manera, nadando con sus carros a través de la mar, todo este ejército acompañó a Venus hasta el Océano.
Entretanto, la doncella Psique, con su hermosura para sí, ningún fruto recibía de ella. Todos la miraban y alababan, pero ningún rey, ni otro alguno, la pedía por mujer. Se maravillaban todos de contemplar su divina hermosura, pero como quien contempla la estatua de una diosa pulidamente fabricada.
Las dos hermanas mayores, como eran medianamente hermosas, no eran tan celebradas por los pueblos, y habían sido casadas con dos reyes que las habían pedido: ya era cada una de su casa, reina y señora. Sin embargo Psique permanecía en casa de su padre, llorando su soledad, y creyendo que se quedaría virgen para toda la vida, enfermó del cuerpo y se le llagó el corazón. Aborrecía su hermosura, que no producía más que admiración y reverencia.
Su padre, sospechando víctima de algún odio de los dioses a su desventurada hija, resolvió ir a consultar el oráculo antiguo del dios Apolo, que estaba en la ciudad de Mileto, y con sus sacrificios y ofrendas suplicó a aquel dios que diese casa y marido a su triste hija. Apolo le respondió en esta manera:
—Pondrás a esta moza, con las piernas por delante, en el más alto peñasco que hallares, y déjala allí. No esperes yerno nacido de linaje mortal, sino uno que vuela, fatigando con sus saetas a todos, fiero y cruel y venenoso como serpiente.
Al escuchar esto el rey, que se vanagloriaba de haber contado siempre con la buena suerte, triste y de mala gana regresó a su casa. Y dio cuenta a su mujer del mandamiento del dios Apolo, y por esto ambos lloraron y gimieron algunos días.
Por último, llegó el tiempo en que había de poner en efecto lo que Apolo mandaba; de manera que comenzaron a aparejar todo lo que la doncella necesitaría para sus fatídicas bodas. Encendieron las lumbres de las hachas negras con hollín, y los alegres instrumentos de los músicos cambiaron sus alegres sonidos por amargos sollozos, por todas partes se escuchaban cantares de luto y lamentaciones. Así entristecía el hado de esta casa real a toda la ciudad. El padre, por la necesidad que tenía de cumplir lo que Apolo había mandado, procuraba una y otra vez llevar a la pobre Psique a la pena que le había sido profetizada; mas por otra parte, movido de piedad, se detenía siempre antes de iniciar la marcha, llorando amargamente.
Entonces la hija habló a su padre y a su madre de esta manera:
—¿Por qué, señores, atormentáis vuestra vejez con tan continuo llorar? ¿Por qué fatigáis vuestro espíritu con tantos aullidos? ¿Por qué ensuciáis esas caras con lágrimas que poco aprovechan? ¿Por qué apuñeáis vuestros pechos con tanta fuerza? ¿Éste será el premio y galardón de mi hermosura? Vosotros habéis sido heridos mortalmente por la envidia, y sentís tarde el daño. Cuando las gentes y los pueblos nos honraban y celebraban con divinos honores; cuando todos a una voz me llamaban la nueva diosa Venus, entonces os había de doler y llorar, entonces me habíais ya de tener por muerta. Ahora veo y siento que sólo este nombre de Venus ha sido causa de mi muerte: llevadme de inmediato a aquel risco donde Apolo manda, porque ya querría ver acabadas estas tristes bodas.
Diciendo esto, la doncella cayó en tierra, pero como ya venía todo el pueblo para acompañarla, se incorporó y avanzó en medio de todos. Entonces se encaminaron a un lugar donde había un risco muy alto sobre un monte, encima del cual depositaron a la doncella, y allí la abandonaron, sin otra compañía más que las hachas negras que delante de sí habían llevado ardiendo. Los del pueblo, llenos de lágrimas, gachas las cabezas, volvieron a sus casas, acompañando al rey y a la reina, los cuales, cubiertos de luto y cerrando las ventanas del palacio, se abandonaron a un llanto perpetuo.
Se hallaba Psique temerosa en aquella peña, cuando un manso viento vino y muy quietamente la tomó en sus brazos y la llevó a un delicioso prado, donde la dejó.
HALLÁNDOSE Psique en aquel prado hermoso y florido, se alivió algún tanto de la pena que en su corazón tenía. Y mirando en derredor divisó una gran arboleda, y una fuente muy clara y apacible, junto a la cual había un palacio que no parecía haber sido edificado por mano de hombres, sino por los dioses. A la entrada de la casa había un zaguán tan rico y hermoso, que parecía el umbral de la morada de algún dios, ya que el artesonado era de cedro y marfil maravillosamente labrado. Las columnas eran de oro, y todas las paredes eran de plata. Y todos los aposentos y cámaras despedían un brillo semejante al del sol, dando tanta claridad, que era cosa más celestial que humana.
Psique, convidada por la hermosura de tal lugar, se acercó y entró valientemente, maravillándose de todo cuanto veía. Y dentro en la casa vio muchos salones y cuartos tan ricamente adornados, que ninguna cosa había en el mundo que allí no hubiese; pero sobre todo, de lo que más se maravilló fue de ver que aquellos aposentos tan llenos de oro y riquezas no tenían cerradura ni guarda.
Andaba con gran placer mirando estas cosas, cuando oyó una voz que le decía:
—¿Por qué, señora, te espantas de tantas riquezas? Tuyo es todo esto que aquí ves; por tanto, entra en la cámara y descansa en la rica cama, y cuando quisieres pide agua para bañarte, que nosotras, cuyas voces oyes, somos tus siervas, y en todo lo que mandares te serviremos, y luego vendrá la comida, que bien aparejada está para reforzar tu cuerpo.
Al escuchar esto, Psique entendió que aquello era ordenado por algún dios, y descansó de su fatiga durmiendo un poco, y después que despertó se levantó y se lavó, y viendo que la mesa estaba puesta y aparejada, se fue a sentar a ella; luego se presentaron ante ella muchos manjares y un vino que se llama néctar, del que los dioses beben, y no se veía quién traía o cargaba con todo aquello, sino que todo aparecía viniendo por los aires. Tampoco la señora podía ver a nadie, sino que solamente escuchaba las voces que le hablaban. Después que hubo comido, otras voces incorpóreas cantaron para ella al compás de liras invisibles cuyas cuerdas pulsaban inmateriales músicos.
Cuando acabó la cena y el concierto que la siguió, ya el sol se había puesto hacía mucho rato y Psique se fue a dormir, temiendo que aquella noche perdería su virginidad. Y sus temores se confirmaron cuando llegó el marido, a quien tampoco pudo ver, puesto que permaneció invisible en la oscuridad al yacer con ella y consumar el matrimonio, y antes de que fuese de día partió de la recámara. Poco después del amanecer entraron aquellas voces que había escuchado la tarde anterior, y otras manos invisibles lavaron y curaron a la novia.
De esta manera pasó algún tiempo sin que pudiera ver quién era su marido; por la costumbre de escuchar las voces y del servicio que le prestaban, tenía todo aquello ya por deleite y pasatiempo.
Entretanto su padre y su madre envejecían en llanto y continuo duelo, y al llegar a los oídos de sus hermanas la noticia de cuanto había acontecido y de lo mucho que sufrían por ello sus padres, con mucha tristeza, cargadas de luto, salieron de las casas de sus esposos y fueron a ver a los viejos reyes para darles consuelo.
Aquella misma noche habló a Psique su marido, a quien, si bien nunca veía la joven, podía escuchar y acariciar sin impedimento. Esto le dijo él:
—¡Oh, señora mía y muy amada mujer, la fortuna cruel te amenaza con un peligro de muerte, del cual yo querría que te guardases; con mucha cautela tus hermanas, turbadas pensando que estás muerta, irán a aquel risco desde donde aquí viniste; si tú, por ventura, oyeras sus voces y llantos, no les respondas en ningún modo, porque si lo haces, me causarás gran dolor y acarrearías sobre ti misma un mal igual o peor a la muerte!
Ella prometió hacer todo lo que el marido le mandase; pero cuando acabó la noche y él partió, todo el día se consumió la doncella en sollozos y en lágrimas, diciendo que aquel hermoso palacio era en realidad una cárcel en que se le privaba de toda conversación humana, y protestando porque no podía ver a sus hermanas, ni siquiera responderles. De esta manera, aquel día ni quiso lavarse, ni comer, ni holgarse con cosa alguna, sino que, derramando copiosas lágrimas, se fue a dormir.
Llegó a casa el marido, y acostándose en la cama la reprendió de esta manera:
—¡Oh, mi señora Psique! ¿Es esto lo que prometiste? ¿Qué te puedo yo aconsejar siendo tu marido, que no sea de tu provecho? Anda ya, y haz lo que te parezca. Cuando caiga el mal sobre ti, te acordarás de cuanto te he dicho.
Entonces, tras muchos ruegos de ella, le concedió permiso para que hablase con sus hermanas y les diese todas las piezas de oro y las joyas que quisiera. Pero reiteradas veces le advirtió que no olvidase sus consejos y que, sobre todo, se cuidase de conocer el rostro y la figura de su marido, porque si esto pretendiese, huiría para siempre de ella toda la felicidad que hasta ese entonces se le había proporcionado.
Ella le dijo que cumpliría todo aquello, y al tiempo que le daba muchos besos y abrazos, le pidió que mandase al viento que, así como la había traído a ella, trajese allí a sus hermanas; él le aseguró que en esto también la complacería, y al llegar la mañana partió del lecho.
Las hermanas preguntaron por aquel risco donde habían abandonado a Psique, y allá se fueron. Una vez llegaron a la cima del monte comenzaron a llorar y dar grandes voces, hiriéndose en los pechos, tanto, que a las voces que daban acudió Psique, diciéndoles:
—¿Por qué os afligís con tantas lágrimas y tristes voces? Dejad, hermanas, el llanto, y venid a ver y abrazar a quien lloráis.
Entonces llamó al cierzo, y le mandó que hiciese lo que su marido le había ordenado. El viento obedeció sin tardanza, y agarró mansamente a sus hermanas y las dejó ante ella sin fatiga ni peligro alguno, y en cuanto llegaron, se abrazaron y besaron unas a otras con grandísimo contento. Y Psique les dijo que entrasen en su suntuoso palacio alegremente y descansasen con ella de su pena y fatiga en sus frescos jardines.
DESPUÉS que así les hubo hablado, les mostró la casa y las grandes riquezas que en ella había, y las presentó a los numerosos sirvientes que tenía, y a quienes únicamente se podía escuchar. Las mandó a continuación a un baño señorial y muy perfumado, y luego las invitó a comer a una mesa en la que había toda clase de manjares en abundancia. Tanta y tan buena comida había en aquella mesa, servida no para humanos, sino para dioses, que las dos hermanas mayores, una vez hartas de comer y de observar tanta riqueza que había en derredor suyo, sintieron en sus corazones arder una envidia terrible hacia la más pequeña. Finalmente, hincadas por los celos y con ingente curiosidad, la instigaron a que les dijera quién era el dueño de todos aquellos lujos celestiales. Pero Psique, disimulando, les respondió que su marido era un hermoso mozalbete a quien apenas le despuntaba la barba, que andaba a aquellas horas ocupado en la caza de montería. Y por no tratar más este asunto, les obsequió mucho oro y piedras preciosas, y ordenó al viento que las regresase al sitio desde el cual las había traído a su palacio.
Tornaron a casa las hermanas, pues, y entretanto andaban sentía cada una en su vientre y en su pecho arder la hiel de una rivalidad horrible que en ambas crecía con cada paso que daban, y una y otra hablaban sobre todo cuanto habían visto y oído. Una de ellas dijo:
—Resulta ahora que la fortuna, esa ciega malvada, se ha comportado con nosotras de la manera más injusta y ruin; ¿te parece bien que seamos las tres hijas del mismo padre y de la misma madre, y que nos encontremos en situaciones tan diferentes; que nosotras, que somos mayores que ella, seamos esclavas de maridos advenedizos, y que vivamos como desterradas lejos de nuestro país, apartadas de la casa y reino de nuestros padres, mientras ésta, la última de todas en nacer, posea tantas riquezas y tenga un dios por marido, siendo cierto que no sabe y jamás sabrá dar buen uso de todas las riquezas que posee? ¿No viste tú, hermana, cuántas cosas hay en aquella casa, cuántos collares de oro, cuántas vestiduras resplandecientes, y cuántas piedras preciosas? Por cierto, si tiene por marido a un hermoso mancebo como nos dijo, ninguna es más bienaventurada que ella. Y por si todo esto fuera poco, puede dar órdenes a los vientos, y tiene por servidoras a voces invisibles que en todo la complacen. En cambio, de mí, ¡pobre de mí!, lo primero que puedo decir es que fui casada con un marido más viejo que mi padre, más enclenque que un niño y más calvo que una calabaza, y que por demás jamás abandona el hogar ni hace otra cosa más que importunarme.
Dijo la otra:
—Pues yo sufro a otro marido gotoso y, lo que es peor, corcovado, incapaz de hacerme sentir el más mínimo placer, más bien todo lo contrario, puesto que me repugna. Que sepas que me obliga a fregar tan de continuo sus dedos, endurecidos como piedras, con medicinas hediondas, que ya estoy harta de tantos sinsabores como paso con él; pero tú, hermana, me parece que soportas esto con ánimo paciente, sin embargo yo de ninguna manera puedo sufrir que tanta riqueza y bienaventuranza tenga esta melindrosilla, la última en nacer. ¿No recuerdas cuán soberbiamente y con cuánta arrogancia se dirigió a nosotras y con cuánta vanidad nos mostró aquellas piezas? ¡Mira lo poquito que nos ha regalado, habiendo en su palacio tantas riquezas como las que hemos visto! ¡Y con cuánta premura mandó al viento que nos sacase de su palacio y nos alejase de allí! Pues no me tendría yo por mujer si no la echase de allí y la apartase de todo cuanto tiene. Meditemos acerca de qué podemos hacer para llevar a consecución esto que te he dicho, y no mostremos a nuestros padres estas cosas que llevamos y que ella nos dio, ni les digamos cosa alguna acerca de su salud y de su vida, ni les contemos que la sabemos poseedora de incontables riquezas, puesto que no pueden llamarse bienaventurados aquellos de cuyas riquezas no tenga conocimiento el mundo: ahora separémonos y regresemos con nuestros maridos, y más tarde, una vez hallamos pensado detenidamente la manera más efectiva de castigar la soberbia de nuestra hermana la más pequeña, nos volveremos a ver.
De modo que, habiéndose puesto de acuerdo de esta manera, ambas hermanas escondieron las joyas y demás regalos que Psique les había dado, y regresaron desgreñadas, como si no hubiesen dejado de llorar, y rascándose las caras, fingiendo al llegar al palacio de los viejos reyes grandes dolores. Así dejaron a sus padres otra vez afligidos y atormentados por la honda pena de no saber qué había sido de su hija más pequeña, y se fueron a sus casas.
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